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eran los días de la higuera de navidad. una higuera infinita de múltiples troncos que crecía ilimitada a los cuatro rumbos. llenarla de lucecitas blancas era lo primero. y luego inventar adornos imposibles con materias inesperadas. colgadas de los árboles de las plantas de hilos surcando el aire las figuras de papel aluminio. incansables los chicos y ella hasta que el fondo de la casa se convertía en un territorio mítico inesperado.
y el papá convocado una y otra vez para que en su paciencia redescubra a cada instante el mundo que iban gestando los tres, para regresar nuevamente a amasar sus panes redondos tibios. sus panes enamorados.
eran los días de un amor inextinguible, de vivir en las fronteras de la nada donde habían encontrado todo.
eran los días de mirar de ella. de mirarlos creciendo patitas en el barro fuentón de agua fría sandía chorreante entre las risas.
y jamás regalos comprados y los libros y un perro atorrante todo blanco.
eran los días del tiempo circular cuando ella lo miraba jugar entre los pastos.
silencioso niño transparente corazón de mago niño sin tiempo. alado, alado. y ella se quemaba de verlo y pensaba si alguna vez sabría el niño cuánto lo amaba. cuánto le pelearía a la vida otras setescientas batallas para protegerlo de todo mal de toda sombra. para traerlo una y otra vez de este lado. traerlo al tiempo de las higueras encendidas de las navidades míticas de los pies descalzos.
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Ausencias
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Sucedió por primera vez cuando tenía doce años.
Estaba en mi cama, aún no me había dormido. Observaba la habitación con la vista desenfocada, la mente vagando sin detenerse en nada. Con abrupta sencillez, como quien descubre que habla un idioma que nunca había siquiera escuchado, me incorporé mientras mi cuerpo seguía acostado.
Un gran susto estalló en mi dos estómagos (en el de aquella que se incorporó y en el otro) y todo se recompuso en un instante.
Jamás volví a ser la misma.
Desde entonces la experiencia se reiteró incontables veces. Salgo de mi cáscara y viajo en el ensueño. Una y otra vez, salgo de mí. Me voy.
Ya no me asombra. Soy la que viaja sin cuerpo.
Sin embargo me pregunto hacia donde parten ellas, hacia donde parto yo, extraviándome de mí por un tiempo que ignoro, dejando menos de mí en mí, diluyendo esa quien soy mientras me ausento.
Muchas veces ando buscando por el mundo disfraces con qué recubrir mi carencia de sustancia, inventando una densidad que se diluye en cada episodio, que se quiebra en cada desprendimiento.
Sé que las partidas más numerosas ocurren en sueños y algunas veces, en sus umbrales. Pero no puedo ocultar que hay otras más.
A veces retorno, pero otras me pierdo, irremediablemente.
Y ahí ando. Buscando.
Todo aquello que soy y huye de mí.
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Sucedió por primera vez cuando tenía doce años.
Estaba en mi cama, aún no me había dormido. Observaba la habitación con la vista desenfocada, la mente vagando sin detenerse en nada. Con abrupta sencillez, como quien descubre que habla un idioma que nunca había siquiera escuchado, me incorporé mientras mi cuerpo seguía acostado.
Un gran susto estalló en mi dos estómagos (en el de aquella que se incorporó y en el otro) y todo se recompuso en un instante.
Jamás volví a ser la misma.
Desde entonces la experiencia se reiteró incontables veces. Salgo de mi cáscara y viajo en el ensueño. Una y otra vez, salgo de mí. Me voy.
Ya no me asombra. Soy la que viaja sin cuerpo.
Sin embargo me pregunto hacia donde parten ellas, hacia donde parto yo, extraviándome de mí por un tiempo que ignoro, dejando menos de mí en mí, diluyendo esa quien soy mientras me ausento.
Muchas veces ando buscando por el mundo disfraces con qué recubrir mi carencia de sustancia, inventando una densidad que se diluye en cada episodio, que se quiebra en cada desprendimiento.
Sé que las partidas más numerosas ocurren en sueños y algunas veces, en sus umbrales. Pero no puedo ocultar que hay otras más.
A veces retorno, pero otras me pierdo, irremediablemente.
Y ahí ando. Buscando.
Todo aquello que soy y huye de mí.
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